Cultura & Patrimonio

¿Cuáles son las realidades sociales del Patrimonio Funerario?

Nos encontramos con que en la sociedad de fines del siglo xx, este tema aflora con singular interés en su puesta en valor y, al mismo tiempo, reconoce el alejamiento de la gente de los cementerios. Por un lado, los ejemplos muestran que los cementerios son un problema para las ciudades por su ubicación, de espacio urbano calificado por su uso, de conviven­cia con el entorno o de inseguridad.

En cuanto al vínculo entre la comunidad y el tema de la muerte, este aspecto era algo que se tomaba con natura­lidad y trascendencia. Ahora vemos cómo se han modificado estas costumbres y se lo aparta de la vida diaria, cuando no es un tabú, a la hora de ha­blar de ir a una necrópolis y reducir el tiempo del entierro a una corta ceremonia y cumplir con los aspectos reglamentarios del sepelio.

Sabemos que no siempre fue así ni es tan lejano el tiempo en que se hablaba del tema, dán­dole un significado al momento de la muerte, a la manera de mostrar el luto, a cómo se acompañaba al difunto desde su casa al cementerio; así como un significado al encuentro familiar –a veces con gran esfuerzo para algunos de sus miembros– como el momento de un esperado abrazo, pese a las circunstancias que los reunían. Para otras culturas, que tienen raíces en procesos culturales más profundos, de concepciones de la vida y de la muerte como una unidad o cambio de estado espiritual –muchas veces desvalorizadas por las pautas y modos culturales dominantes–, los ritos funerarios han formado parte de sus prácticas y creencias desde tiempos muy lejanos. Prácticas funerarias que hoy se aprecian y destacan como de investigaciones antropológicas y son verdade­ros despliegues sociales. En su parte más visible y económica, se aprovecha a presentarlas como un atractivo turístico, por el movimiento de millones de personas en los días previos durante el armado de sus festividades. Es el caso de la ceremonia po­pular en los cementerios de México central.

En cuanto a la riqueza cultural que expresan comunidades particulares en esos días de recuer­do y acercamiento a sus muertos, el material del que hoy disponemos es muy extenso y accesible. Pero el exceso de información –principalmente en el sentido de recurso turístico o como rareza de un grupo social– ayuda a la banalización de nuestra relación con el tema de la muerte y sus espacios sagrados. Debo resaltar que este suceso está recu­perando rápidamente su lugar a través de acciones concretas en todo el mundo, como la realización de eventos de teatro, música y otras manifestacio­nes artísticas en los propios cementerios, confe­rencias y publicaciones diversas sobre las historias de vida de los que allí descansan, documentales y visitas guiadas con diferentes enfoques.

Los cementerios urbanos nacen a partir del siglo XVIII

Cementerio Salto de Uruguay

Las ciudades europeas crecen y se transfor­man en el proceso de los siglos xiv y xv. América se integra al mundo occidental con desconocidas tierras, riquezas impensables y poblaciones avan­zadas con sus culturas. El comercio se expande, mueve muchas personas y llegan a los puertos eu­ropeos pestes arrolladoras por falta de higiene, y a América arriban enfermedades hasta entonces au­sentes. Se toman medidas urbanas para enfrentar esta situación y se necesitan otras propuestas ante las muertes masivas. Se dirige la culpa de estos problemas a los cementerios instalados dentro de las ciudades y se crea el sentimiento de miedo a la muerte.

La forma que hoy conocemos de lugares de­ dicados a estas prácticas funerarias surgió en el siglo XVIII, a raíz de acciones higienistas –ante las epidemias masivas de gran mortandad en Europa, como la “peste negra”–, acuerdos religiosos y re­yes ilustrados. Cédulas reales, especialmente la de 1787, de Carlos III de España, que ordenaban prohibir los enterramientos en los espacios de intramuros –iglesias y campos anexos a sus predios dentro de las ciudades–, lo que daba lugar, en muchos países europeos y en las colonias de América, a espacios cerrados de extramuros: los camposantos. Eran es­pacios consagrados para recibir a los muertos, man­teniendo la potestad la Iglesia católica sobre estos enterramientos y sus rituales. Esta presencia no se impuso socialmente sino hasta avanzada la prime­ra década del siglo XIX y en nuestro territorio, par­ticularmente, no fue sino luego de las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807. En 1808 se dispuso así el primer Campo Santo de extramuros, en cercanías de la costa sur y los basureros de la ciudad de Mon­tevideo. La Banda Oriental se iba poblando y con la aparición de nuevas villas surgían los cemente­rios contiguos a las iglesias pequeñas. En Monte­video, en los que hoy son barrios capitalinos: en el Reducto, junto a la capilla; en Sayago, el de los Crossa; el de “La Buena Moza” en las cercanías del cruce de Av. Italia y Luis Alberto de Herrera. El de Villa Guadalupe (hoy Canelones) o el del Du­razno se ilustran en dibujos de época junto a sus templos. También en las ciudades de Colonia del Sacramento, San Carlos y Maldonado, las necró­polis se ubicaban en los predios linderos o dentro de las iglesias, manteniendo la costumbre anterior a la normativa real aún por más tiempo.

Es de notar que más de una toponimia uru­guaya, identifica lugares de enterramientos colec­tivos o particulares. Cerros o Paso “Cementerio”, o nombres como “Fraile Muerto”, son lugares que escriben en el paisaje el recuerdo de quien fallece en un lugar y allí quedan sus restos. Pensemos en que era imposible el traslado a una ciudad de un cuerpo en descomposición, y lo inmediato era una tumba con cruz de madera o hierro y, con mucha suerte, una lápida con un texto en latín. Algunos ejemplos de estos casos subsisten en nuestros mu­ seos, si bien cabe una nueva musealización concep­tual sobre su lectura.

Al inicio, estos cementerios mantenían un lenguaje expresivo de austeridad cristiana y sin demostraciones de soberbia mundana, pues la idea religiosa era llegar a las puertas del cielo tal cual se vino al mundo, e incluso mostrando humildad ante su abandono de esta vida. Para ello se alqui­laban o compraban los hábitos de sacerdotes; y el cajón –ataúd es una voz árabe, atabud, que signi­fica “caja de madera”– tenía la mayor simpleza, ya sea por las dificultades de conseguir materiales or­namentales como por la concepción de la muerte descrita. Una lápida con sus datos o una cruz era la única señal de que una vida había pasado.

Esta breve historia, ilustra cómo se fueron dando en nuestro territorio los primeros lugares de enterramiento en relación al concepto que nos ocupa: “la valoración de los espacios funerarios”.

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Eduardo Montemuino

Uruguay. Soy Arquitecto, Gestor Cultural, periodista en patrimonio, integrante de la Red Iberoamericana de Valoración y Gestión de Cementerios Patrimoniales, Coordinador de la Red Uruguaya de Cementerios y Sitios Patrimoniales.

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