Semiótica de la comunicación simbólica con los difuntos

Resumen Más allá de la certeza de la muerte física y las transformaciones visibles que de manera casi inmediata comienza a sufrir un cadáver una vez se suspenden los procesos vitales, los difuntos mantienen (al menos de manera simbólica) su rol social e interactúan con la comunidad a través de procesos de comunicación mediados por los rituales funerarios. Es así como centenares de ‘vivos’ que pretenden comunicarse con ‘sus muertos’, abren un canal a través del cual sus mensajes pueden ser recibidos e interpretados de acuerdo con sus propios parámetros de decodificación. A lo largo de este artículo analizaremos cómo la comunicación simbólica con los difuntos puede y debe ser analizada a través de la semiótica, lo que nos permitirá de paso entender a los cementerios (y a los espacios funerarios en general), como escenarios en los que tiene lugar un proceso de comunicación complejo (toda vez que al menos uno de los participantes está privado de la posibilidad racional de responder por sí mismo), pero no por esto carente de sentido.
La comunicación ritual, otra forma de comunicación “
Todos los tipos de comunicación humana, y no sólo el habla, sirven para transmitir información” (Leach, 1976, p. 15). Como quiero dejar en claro con este epígrafe, para explicar por qué creo posible analizar desde la comunicación un tema como el de la relación ritual con los difuntos, el cual es visto por la mayoría de personas como de carácter netamente espiritual o antropológico, me apoyaré en el trabajo de Edmond Leach y su texto Cultura y comunicación: la lógica de la conexión de los símbolos (1976). Según el autor, “La comunicación humana se realiza por medio de acciones expresivas que funcionan como señales, signos y símbolos” (Leach, 1976, p. 14). Para entender dichas señales, hay que tener en cuenta primero que cada comunidad en su cotidianidad, y los individuos que la componen, realizan tres tipos de acciones de las que dependen su supervivencia y de las que extraen su manera de interactuar con el mundo. Estas son: a) Acciones biológicas naturales (relacionadas con el ritmo de vida normal): respiración, proceso digestivo, irrigación sanguínea, etc. b) Acciones técnicas (las que transforman el mundo a través de herramientas): cocinar, cazar, hacer deporte, etc. c) Acciones expresivas: aspectos metafísicos (religión, creencias), hábitos, gestos, vestuario, concepciones artísticas, etc. Si bien los dos tipos de acción iniciales no implican modos directos de comunicación, pues las primeras no pasan de ser acciones reflejas de supervivencia y las segundas pueden realizarse en soledad; las acciones expresivas sólo tienen sentido si existe un otro y, por tal motivo, siempre se está generando algún tipo de comunicación de manera directa o indirecta al llevarlas a cabo, así no se efectúe un diálogo al respecto. Tal como lo explica Leach: “Todas las diferentes dimensiones no verbales de la cultura, como los estilos de vestir, el trazado de una aldea, la arquitectura, Diego Andrés Bernal Botero 27 Revista Comunicación, No.30 (2013) el mobiliario, los elementos, la forma de cocinar, la música, los gestos físicos, las posturas, etc., se organizan en conjuntos estructurados para incorporar información codificada de manera análoga a los sonidos y palabras y enunciados de un lenguaje natural” (Leach, 1976, p.15). Así, por ejemplo, es posible convertir las notas musicales en palabras. Se trata de una serie de signos que se han hecho símbolos al contar con un sentido claro y al emplearse en un contexto determinado en el que el ‘pacto tácito’ de comprensión, está vigente. Esto no pasaría si llevamos símbolos del contexto en que son creados a otro diferente. Para ejemplificar dicha diferenciación, podemos mencionar el libro del Apocalipsis, el cual respondía a la lógica de las relaciones simbólicas de los primeros cristianos, pero que hoy en día puede llegar a ser, y es, mal interpretado por aquellos que pretenden extrapolar lo allí contenido al contexto actual… y eso que estamos hablando de un texto que puede ser leído, traducido, analizado y estudiado; no digamos nada acerca de traer gestos de la época al contexto actual. Basándome de nuevo en Leach, podemos decir entonces que existen dos reglas en cuanto a las relaciones simbólicas: 1º Los signos no se pueden presentar aislados. Un signo es siempre miembro de un conjunto de signos contrastados que funcionan dentro de un contexto social específico. 2º Un signo sólo transmite información cuando se combina con otros signos y símbolos del mismo contexto (Leach, 1976, p. 19). Mientras más reglamentada una expresión, más comprensible y efectiva será. No se puede pretender que un gesto recién creado sea comprendido por las demás personas, al no contar con un código claro de interpretación previo que sea concertado con los receptores a los que se pretende hacer partícipes de la acción comunicativa. Por esto podemos hablar de la existencia de símbolos estandarizados y símbolos personalizados. Estos últimos, de carácter metafórico en muchos casos, pueden ser comunes en los sueños y en la poesía, dependiendo siempre de los referentes y la manera particular de relacionarse con el mundo que posee cada individuo. La comunicación simbólica con los difuntos: ‘rituales que hablan’ Adentrándonos ahora en el plano de la comunicación ritual con los muertos, sir James Frazer, citado por Leach, explica: “los actos expresivos que pretenden modificar el estado del mundo con medios metafísicos, son intentos fallidos de actos técnicos que modifiquen el estado del mundo con medios físicos” (Frazer, J. citado por Leach, 1976, p. 39). Si no podemos revertir la realidad física de la muerte, los rituales nos permiten crear un vínculo metafísico y comunicacional con nuestros seres queridos fallecidos. Louis – Vincent Thomas en su libro Antropología de la muerte (1983) hace visible la preocupación del hombre desde sus orígenes por ritualizar el proceso de defunción de sus seres queridos, así como su especial énfasis en la ‘desaparición’ del cadáver y su transformación en materiales menos desdeñosos para él, como pueden llegar a ser los restos. De acuerdo con Thomas, los humanos asimilamos la presencia del difunto como un ser yaciente (persona que duerme profundamente) y como restos (despojos descarnados de un antepasado), no como un cadáver (cuerpo preso del proceso descomposición). Entonces, ¿cómo evitar la corrupción del cuerpo o, al menos, ocultarla de la mirada? Thomas asegura que, según las condiciones geográficas, apoyadas claro está en las concepciones religiosas y sociales, en la antigüedad se escogía entre cuatro sistemas básicos: “1. Inhumación: entrega a la tierra. 2. Cremación: entrega al fuego. 3. Inmersión: entrega al agua. 4. Exposición: entrega al aire1*” (Thomas, 1983, p. 35). Con el paso de los siglos, la ciencia permitió otras formas de obviar el proceso de descomposición del cadáver (momificación, embalsamamiento, criogenización, etc.), pero la idea inicial no cambió. La muerte y sus fenómenos físicos subsecuentes, son alejados del colectivo por medio de acciones técnicas, dotadas todas estas de una carga simbólica tal que se convierten, en la mayoría de los casos, en acciones expresivas. Así pues, los rituales para los muertos son el intento expresivo de modificar un hecho físico frente al cual las acciones técnicas no logran tener efecto. Acciones que, de cierta manera, mitigan la angustia y el sentimiento de impotencia frente a hechos por fuera de las posibilidades humanas de respuesta. 1 Los individuos eran ubicados a una distancia prudencial del pueblo y se esperaba que el clima y las fieras limpiaran los despojos. Semiótica de la comunicación simbólica con los difuntos 28 Revista Comunicación, No. 30 (2013) Como concluye Leach: “La diferencia fundamental entre estos dos tipos de conducta [la relacionada con procesos técnicos y la metafísica] es que mientras el técnico primitivo está siempre en contacto mecánico directo con el objeto que pretende cambiar, el mago pretende cambiar el estado del mundo a distancia” (Leach, 1976, p. 40). Así, desde la distancia, entramos pues en un diálogo con los difuntos, o mejor, con los vivos que han optado por dotar a estos de voz. El rito y el cadáver: medio y receptor de la comunicación simbólica tanatologica “Significante de lo inexistente por lo inexpresable en sí mismo, el cadáver es objeto inerte, pasivo; objeto de manipulación, magnificado o sacralizado, se presenta ante los vivos como el lugar de convergencia de una multitud de fantasmas” (Barceló, 1995, p. 12). Como lo veremos más adelante, la muerte en el sentido semiótico es un hecho con significado que carece de un significante específico que lo represente, toda vez que sólo se afronta una vez y quien lo hace, está imposibilitado para definirla de algún modo, como lo expresa Juan A. Barceló: “la muerte es un concepto ‘a posteriori’ en la clasificación kantiana, sobre el que no se tiene experiencia mediata; por consiguiente, la muerte es, literalmente, ‘extra – ordinem’ porque es completamente distinta de lo observable, el morir” (Barceló, 1995, p. 6). Esta circunstancia nos convierte en simples espectadores de muertes ajenas, por lo que, como tal, carecemos de parámetros para describir dicho fenómeno o cambio de estado, diferentes a la imaginación y los sentimientos que genera la experiencia extra corporal de ver fallecer a un semejante. En palabras del propio Barceló, podemos afirmar lo siguiente: “Ahora bien, si mi experiencia no puede decirme nada acerca de la muerte, yo no puedo tampoco comunicar nada acerca de ella pues mi lenguaje referencial carece de los significados relacionales necesarios. Debo crear una realidad normativa que me englobe lo que mi experiencia no abarca” (Barceló, 1995, p. 8). Es a partir de la búsqueda y creación de esos referentes, que la carencia de una experiencia directa niega a la razón, desde donde se puede comenzar a vislumbrar el surgimiento de los mitos escatológicos y los rituales tanatológicos que a lo largo de los siglos han creado los grupos humanos, pero del que se genera una constante cultural: el miedo y rechazo a la muerte representada en el cadáver. “‘El miedo a la muerte nace de la ‘imaginería’ de la muerte. Si yo no tengo experiencia de ella, preciso imaginármela, por lo que esa imagen mental ‘arreferencial’ tendrá que construirse al margen de lo real. (…) Ampliando nuestro referencial, la muerte, introducimos en el campo de significados su referente real, el muerto, el cadáver. (…) Este aserto es importantísimo: ¿el miedo al muerto no será la búsqueda racional de un objeto para convertir en miedo una angustia que no puede ser reducida? Planteo pues, una dialéctica que se establece entre la progresiva significación del cadáver (muerto) y la actitud ante la muerte” (Barceló, 1995, p. 8 -9). Vemos pues que el cadáver ocupa así el lugar del significante en el diálogo y el análisis que la gran mayoría de las culturas entablan con la muerte. Como lo expresara Kahn: “Lo que se dice de la muerte se enuncia alrededor de un cadáver. Lo que se hace alrededor de un cadáver tiende a edificar cierta representación de la muerte” (Kahn, L. citado por Barceló, 1995, p. 12). Sin embargo, es preciso otorgarle a ese cuerpo inerte dos tipos de connotaciones: la de difunto y la de cadáver como tal. Dice Barceló: “El difunto es aquel que no está vivo. Esto es evidente, no obstante, por la misma razón que la muerte no es un doble altercado de la vida, el difunto no está descrito como parangón a un vivo: es algo distinto, que obedece a pautas de comportamiento totalmente distintas a las del hombre en sociedad. Ahora bien, en cierto sentido sigue ‘representando’ al vivo: es todo lo que queda de su presencia en el mundo; es digno para los vivos del ‘ser querido’ al que lloran” (Barceló, 1995, p. 12-14). Contrario al difunto y su connotación simbólica: su idealización, el cadáver engloba todo lo real que acontece en el cuerpo del ser que yace inerte y los procesos biológicos que comienzan a darse en él a partir de la defunción. Se convierte así en la encarnación de la muerte, elemento al que se pretende vencer a través de una carrera ritual que busca enviarla al mundo del no significante, del que parece emerger tras su encarnación momentánea en el cuerpo que comienza a descomponerse. “Ambivalente por su naturaleza, el cadáver, signo (ya que no símbolo del muerto, del difunto), está a caballo de los mundos: focaliza el discurso de la muerte de la subjetivación a la objetivación, al mismo tiempo que concentra en sí todo lo que de real tiene el fallecido. Por dos vías distintas, el Diego Andrés Bernal Botero 29 Revista Comunicación, No.30 (2013) cadáver es el punto donde convergen en lo real dos conceptos inicialmente imaginarios: el muerto como ente distinto del vivo, la muerte como fenómeno distinto a la vida. (…) La impureza, el temor a la putrefacción y su contagio nacen del carácter ‘real’ del cadáver: si la contradicción se establece por un desequilibrio entre los factores positivos observables y los negativos inferenciables, al potenciarlo al máximo, más allá de su propia realidad, hiperrealizándolo, se convierte en agente activo perdiendo su pasividad originaria. El cadáver deja de ser inerte, para, obligado por esta concentración forzada por él de todo lo real, permitir el contagio, en definitiva, la impureza: no es sólo la idea misma de putrefacción lo que horroriza a los vivos, sino su amenaza” (Barceló, 1995, p. 13). El cadáver es pues la encarnación del enemigo a vencer: la muerte, y es a través de los rituales funerarios donde se entra en relación directa con ella agasajándola en la persona del difunto (aquel ente abstracto a quien se llora y se ayuda a alcanzar el fin escatológico esperado) y conduciéndola de nuevo a los confines del mundo sensorial, a través de la desaparición del cuerpo putrefacto. “Es necesario sistematizar el absurdo: símbolos, íconos, creencias… técnicas semiológicas que tienen como fin calmar al hombre, esfumar su finitud ontológica, disimular su inevitable fin biológico y social, hacer desaparecer en su especificidad lo que se ha convertido en una anomalía, en un escándalo, en una obscenidad: el muerto, y a través de él, la propia muerte (…). La metonimización del muerto intenta provocar el olvido de la muerte por el curioso y aparentemente contradictorio sistema de volver la muerte real, bajándola de su pedestal imaginario, mental. El muerto no es una idea, es una presencia. La instauración del miedo sirve para resaltar a la comunidad: la soledad se reduce en tanto que los vínculos de la amistad y la solidaridad aumentan en proporción inversa; la muerte ‘real’ entra en el espacio social y no en el individual, al margen de su posterior abstracción en tanatofobia, donde el objeto fobogéneo – el muerto – pasa del dominio de la realidad objetiva al de los valores simbólicos” (Barceló, 1995, p. 10). Es en este punto que, continuando con Barceló: “El rito funerario toma la forma de un sistema de comunicación en el cual ciertos símbolos están empleados para transmitir información. Es una comunicación establecida entre el vivo y el muerto; comunicación no real sino imaginaria. Es por esta razón por lo que no debemos ver en las ofrendas un mero acto de obsequiosidad para con el muerto, si no que aparecen como una función semiológica que constituye la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos (…) Las ofrendas de los vivos, el ajuar propio del muerto, el sarcófago, la tumba, son elementos de una cadena estructural que, de significante de denotación en significante de connotación hace recular indefinidamente el descubrimiento del cadáver. Por medio de estos elementos se ejerce la función ritual: se reduce paulatinamente la hiperrealidad, la hipersignificación imaginaria por medio del alejamiento: ‘cuanto más lejos me encuentro del cadáver, menos siento su presencia y menor es mi miedo’” (Barceló, 1995, p. 13-14). Tenemos pues un sistema de comunicación funcionalista, el cual incluye a unos emisores (los vivos), unos receptores (los muertos) y un medio de comunicación (los ritos). Sistema que como tal depende de los contextos culturales, pero que es perfectamente observable y, como tal, puede ser investigado. El ritual de la visita como eje de la comunicación simbólica con los muertos Jorge Enrique Finol y Karelis Fernández en su artículo Socio – semiótica del rito: predominio de lo femenino en rituales funerarios en cementerios urbanos, argumentan que, semióticamente, visita significa que alguien (destinado) se desplaza al lugar de residencia de otro (destinatario), con algún fin específico. Dicho espacio es para el segundo su hogar o un lugar de su dominio absoluto, por lo que se ve regido este acto por una serie de protocolos tácitos y explícitos que lo regulan como acción social (Finol & Fernández, 1995-1996). Una visita puede diferenciarse de una reunión en que la primera implica un lazo afectivo y no necesidades puntuales, como las que se busca resolver al momento de convocar a un encuentro de ese segundo tipo. Protocolariamente, una visita debe ser anunciada y acordada entre los actores de dicho acto, para poder así cumplir con los antiguos rituales del agasajo mutuo que, en un principio, eran inaplazables. Continuando con Finol y Fernández, ellos afirman: “Una visita requiere: a) desplazamiento espacial, b) un espacio particular (el hogar), c) la participación de dos actores como mínimo (destinado y destinatario) y d) tiene como objetivo reforzar un lazo de amistad y aprecio”
Por su parte, “la visita a un cementerio implica: a) desplazamiento espacial, b) hacia un lugar especial (la tumba del difunto), c) con la participación de un mínimo de dos actores (destinado y destinatario), d) con el fin de mantener una relación de amistad” (Finol & Fernández, 1995-1996, p. 307). Así pues, podemos entender a las visitas como el máximo estado de comunicación simbólica con los difuntos después de que se hayan cumplido los ritos funerarios. Por intermedio de ellas se pretende mantener viva la relación cercana con aquellos que partieron. Como afirma Thomas, las visitas permiten: “Negar la muerte de alguien por el mayor tiempo posible y congraciarse con el instinto de supervivencia (…) son imaginarios de vitalidad que responden a necesidades del inconsciente” (Thomas, 1983, p. 35). Vistas desde esta óptica, las visitas a los cementerios y demás espacios en los que reposan de manera temporal o definitiva los seres queridos, son una etapa más en medio de la construcción del duelo, entendido este proceso como la asimilación de la pérdida definitiva del ser querido. Acciones expresivas que permiten la construcción de un vínculo estable con el difunto en su ‘nuevo estado’, por lo que en muchos casos generan las rutinas sociales que esta relación implica. Sin embargo, este lazo poco a poco se hará más débil, lo que dará inicio a la etapa final del proceso. Como diría el propio Barceló acerca del momento de la despedida final: “Se cierra así, la comunicación entre los vivos y los muertos: los vivos se han inmunizado; si en el rito el cadáver responde, su palabra, su conducta sólo será comprendida en el simbolismo inventado por los vivos. Última pirueta de la subjetividad de la muerte” (Barceló, 1995, p. 10)
Conclusión Como hemos visto a lo largo de este trabajo, el hecho de que los difuntos estén imposibilitados físicamente para emitir señales, más allá de las vinculadas de manera directa y natural con el proceso de descomposición que afronta un cadáver; no les impide hacer parte de un proceso comunicacional simbólico en medio de cual cumplen la doble función de receptores y emisores. A través de los rituales funerarios los muertos pasan a ser los actores de la puesta en escena de la vida. Una obra que tiene tanto de tragedia como de comedia, en la que los vivos mitigan su angustia depositando considerables cantidades de energía ritual en un diálogo con aquellos que parecen responderles, en la medida en que reflejan y comunican todo lo que se quiso decir simbólicamente de ellos. Es por esta misma razón que una persona que arriba por primera vez a una ciudad, podría entenderla en buena medida después de recorrer sus espacios fúnebres. Allí encontrará las creencias, los miedos, las angustias, el reflejo de las relaciones familiares, las marcas de la violencia, los gustos particulares y hasta los vicios de quienes la habitan y habitaron a lo largo de los años que lleve ese cementerio recopilando y protegiendo esa información. He ahí la contradicción aparente que propone Calvino en su relato acerca de la ciudad de Eusapia, protagonista de Las ciudades y los muertos III (Calvino, 2003, p. 121-122). No es que simplemente los vivos decidan construir un cementerio o recurran a él para depositar en sus claustros a aquellos que no los acompañarán más en este mundo. Son el pasado y presente de una ciudad y sus habitantes, los que confluyen en un mismo espacio e interactúan mutándose unos a otros. Un libro simbólico que cada cual puede leer e interpretar según sus propios referentes e intereses. Un esquema de ciudad vivo y cambiante, en el que más allá de lo físico, lo cultural es retratado por la mejor de las artistas: la vida.